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La creación de un equipo es una de las principales responsabilidades de los líderes, un resultado que trasciende la mera yuxtaposición de los miembros para formarlo. Instituirlo requiere hacer algo más.
[Artículo completo publicado el 22.09.17 en el blog Con tu Negocio].
Tú vales lo que vales, pero “solo no vales nada”.
Una de las más conocidas recomendaciones de seguridad en la montaña es el consabido consejo: “Nunca vayas solo”. Dicha recomendación es válida para cualquier actividad al aire libre, desde la realización de una sencilla ruta de senderismo hasta cualquier otra gesta aunque alpinistas, escaladores y senderistas de todos los tiempos hayamos desafiado la soledad de cumbres, paredes de roca o hielo y caminos.
Un caso paradigmático fue el protagonizado en 1980 por Reinhold Messner (el primer hombre en hollar los catorce ochomiles), quien se enfrentaría en solitario al Nanga Parbat (8.125 m.), una cima que había hollado diez años antes ascendiendo por la vertiente Rupal, la cara Sur, junto con su hermano Günther, que pereció en el dramático descenso que se vieron obligados a realizar por la pared Oeste (vertiente Diamir). Pero dicha gesta –mayúscula- ni ha sido la única ni el referido protagonista ha sido el único -ni lo será- en procurarse el placer de encararse consigo mismo en la soledad de sus proyectos.
Sea como fuere y aún admitiendo el valor del aprendizaje del hombre solo -ante los desiertos caminos, las imponentes paredes o las enhiestas cumbres- enfrentándose a sus miedos y reconociendo sus límites frente a una dificultad que le sobrepasa, aprendiendo a decir “No”, asimilando la diferencia entre lo que resulta peligroso y lo que representa un riesgo objetivo, aprendiendo a renunciar sin rubor, sabiendo que ha de entrenarse hasta la extenuación para superarse un grado la vez siguiente, comprendiendo que estando solo tan solo es él enfrentado a sí mismo, se termina por comprender que el equipo es la llave para dar el paso clave que permitirá lograr y compartir aspiraciones.
Es entonces, en esos momentos en los que el autoengaño no conduce a lugar alguno, cuando terminas dándote cuenta de que adiestrarse es necesario, pero que el verdadero valor del entrenamiento está en disfrutarlo con otros. Compartir, aquí, dota de un sentido superior a la vivencia que se experimenta. Lo que no quita para que busques momentos en los que te quieres encontrar contigo mismo sin otros estímulos que demanden tu atención para ese encuentro.
Posiblemente es una lección que se aprende de joven cuando, encaramados a un reto cuya verticalidad se nos impone a plomo, en determinado momento tomamos conciencia de que un simple fallo, por anecdótico que fuere, podría dar al traste con ilusiones hondamente gestadas.
Quienes se aventuran lo tienen muy claro, aunque algunos de ellos se embelesen en la práctica del solo integral. No podemos perder de vista que el solipsismo es una opción para realizar un viaje interior que también nos conviene de vez en vez, pero nunca en exclusiva.
La imagen de la cuerda, a modo de un cordón umbilical capaz de transformar el peligro inespecífico en riesgo calculado, representa un eje de confianza que crea equipo, un hilo de comunicación que embarca en el mismo proyecto a dos compañeros de cordada, cada uno amarrado a cada extremo de ese eje de complicidad, una argamasa mediante la cual se comunican para complementarse, contribuyendo cada uno a la progresión de ambos, largo a largo, para ganarle metros al suelo; relevándose a cada tramo. Asumiendo alternativamente, uno y otro, la mayor responsabilidad del avance y la mayor responsabilidad de cubrir la progresión del que asume la cabeza de la cordada, un seguro o salvaguardia, soporte o paracaídas, que inspira confianza para dar un paso más. Un trabajo milimétricamente tejido en equipo, relevándose en las responsabilidades, equipando y desequipando tramos, tomando el reemplazo hasta hacer cumbre, una empresa común que no termina hasta que ambos regresan a la placidez del valle; una unión que persiste incluso más allá del reino del silencio porque compartir la misma cuerda crea complicidad.
La montaña, los caminos verticales y solitarios, los territorios emblemáticos, la soledad de cumbres señeras, el reino del silencio que se alza sobre las nubes, nos enseñan que tú vales lo que vales, pero que “solo no vales nada”.
© jvillalba
Esta mañana, en el marco del programa Habilidades para el éxito, uno de los que promueve la organización Junior Achievement, tenía que tener la primera intervención, de las siete que me corresponden, con un grupo de alumnos en 4º de ESO. Iba al colegio en metro, tenía los objetivos claros, mi intervención perfectamente preparada y un gripazo de aupa, lo que no me impedía que me fuera preguntando cómo ganarme la atención y escucha de estos chavales, pues ni se trataba de impartir una clase magistral ni de hacer alarde alguno, simplemente de resultarles útil.
La cosa no era tan difícil: naturalidad e integridad, un lenguaje sencillo para chicas y chicos de 15 años, ganarme su confianza desde el primer segundo -mirarles y sonreir- manteniendo la seriedad y el respeto, llamándoles por su nombre, ofrecer cercanía con un tono de comunicación cordial, abierto, distendido, invitándoles a participar, estableciendo un par de reglas sencillas, preocupándome por hacerme entender y ayudándoles a reformular cada idea principal –no muchas, tres-, ofreciéndoles un trato respetuoso, estimulándoles a pronunciarse y a no temer confundirse, siendo leal al grupo –son uno- y asignándoles pequeñas tareas de ayuda, haciéndoles perder el miedo.
He regresado con la impresión de que en esa hora me he ganado su confianza y me he sentido satisfecho porque ellos, los dieciocho, han llegado a una primera conclusión: “Tenemos que aprender a comunicarnos para trabajar en grupo”; una conclusión que me parece de primera y que es suya, y la primera de las siete que me he propuesto dejar en su recuerdo. “Tenemos que…”. Si capto la necesidad, es posible que me esfuerce por hacerlo mejor.
¿Cómo nos ganamos la confianza de los otros? Sin duda, con honestidad. Siendo nosotros mismos, pero sin necesidad de avasallar a alguien; con respeto, mediante sencillas fórmulas de comunicación, ampliando nuestra ‘rejilla’ pública, agradeciendo que nos ofrezcan ver lo que perciben de nosotros, compartiendo y delegando responsabilidades, poniéndonos en su lugar, mostrando lealtad, sin aprovecharse de las circunstancias. Siendo gente normal.
¿Es tan distinto en las empresas? Me parece que no, solo que no lo hacemos.
Cuando trabajaba en selección de directivos muchas veces comentaba que lo más difícil en selección era encontrar gente ‘normal’, queriendo expresar con ello la mucha patología que existe en el mundo del trabajo y más en el sector de los ‘ejecudivos’.
Sin ganarse la confianza no se puede pretender ser popular, tener autoridad sobre alguna materia o tener la capacidad de influir en otros.
Ya de regreso a la oficina, también en metro, se me ocurrió que quizá no estuviera de más que dedicase unos minutos a reflexionar sobre mis índices de popularidad, autoridad e influencia en la empresa y me vine anotando algunas preguntas para mi autoevaluación:
¿Se me requiere? ¿Se me invita a participar en determinados proyectos? ¿Recibo la información que necesito? ¿Cuál es mi volumen (y calidad) de interacciones? ¿Qué número de interacciones no requeridas por mi actividad tengo y mantengo con buena salud?…
¿Se admiten mis propuestas? ¿Se considera mi criterio? ¿Se me confía la gente? ¿Se me menciona como referencia para defender posturas o para aprobar decisiones? ¿Se me formulan consultas desde diferentes estamentos? ¿Se me pide apoyo o consejo? ¿Se me confiere la calificación de experto? ¿Se me consultan asuntos de empresa que exceden el ámbito de mi actividad?…
¿Influyo en los demás? ¿Hacia los de arriba? ¿Hacia los de abajo? ¿Lateralmente? ¿Se votan mis propuestas a favor? ¿Me sigue la gente? ¿Mi palabra tiene un valor en la organización? ¿Cuento con aliados? ¿Tengo ‘buena prensa’? ¿Recibo confidencias? ¿Se me incluye en el circuito informal? ¿He contribuido a modificar decisiones de otros?…
La reputación que pueda tener un oficio o la que se le confiera a una profesión no salva al profesional mediocre del juicio de incompetente. A priori, la ‘magia de la bata blanca1’ no convalida examen cuando, en el ejercicio de su rol, el profesional no acierta a reputarse frente al ‘paciente’. De incio se le concede la ventaja de la casta médica, quizá amparada en la herencia filogenética desde la sociedad tribal (magos, brujos, chamanes, curanderos…), pero la interacción es determinante y los resultados cantan por sí solos.
Ganarse la confianza contribuye a reputarse. Pero la confianza no se gana en una hora, ni en siete sesiones; se construye en el día a día todos los días, en cada acto, con cada gesto, en cada intervención y no solo hay que mantenerla, sino que resulta imperativo revalidarla.
Y esto solo lo pueden hacer personas normales que, sin menoscabo de su competencia profesional y sin afección, resultan cercanas, seguras de si mismas y respetuosas, asertivas y capaces de poner por delante el talante humano ante los humanos: humanizándonos.
© jvillalba
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1. Reconocimiento previo que se les confiere a los médicos por el mero hecho de licenciarse en medicina y por extensión a otros profesionales.
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A menudo uno puede preguntarse qué se espera de su trabajo. Las más de las veces uno lo sabe, o cree saberlo; pero bien puede ser que la realidad sea otra. Quiero decir que hay ocasiones en las que lo que usted cree y lo que las direcciones sobreentienden no concuerda. Así, la finalidad que justifica su recibo de salarios puede no corresponderse con lo que el perceptor dé por supuesto.
De tal discordancia latente puede surgir la controversia y, quizá, el conflicto.
Tener claras las finalidades y explícitos los porqués evitaría la falta de entendimiento en la línea de mando y entre mandos y trabajadores en situaciones clave, aparentemente inexplicables.
Cuando de un profesional se reclama que ‘haga oídos sordos’, cuando reiteradamente se desatienden propuestas de valor o soluciones de mejora, en aquellas ocasiones en las que no se les pregunta a quienes verdaderamente saben sobre lo que se está tratando, ante supuestos de toma de decisiones inexplicables y deficientemente argumentadas, con bastante probabilidad nos encontraremos ante un conflicto de intereses motivado por una suerte de expectativas confusas.
En tales ocasiones suele exponerse el argumento de la inoportunidad (‘ahora no es el momento adecuado’), pero no se termina de explicar por qué no se debe acometer ahora mismo el tratamiento de un asunto que, a todas luces, no admite demora.
Ante problemáticas estancadas, que parecen insolubles, también resulta recurrente la excusa de la priorización (‘Tenemos otras prioridades; no puede hacerse todo a la vez’), pero resulta que tales prioridades no lo serán tanto si las demoradas pueden ocasionar daños irreparables, tal y como sucede –por poner el caso- con el alcoholismo, que tarda una media de quince años en declararse la enfermedad, mientras que va minando y socavando el organismo hasta que el hígado resulta irrecuperable y el cerebro ha recibido ya su daño.
Entre otra letanía de excusas estrella figuran: “No estamos preparados”; “Tiene implicaciones y no se comprendería”; “Eso ahora no es posible; lo planteamos para el próximo ejercicio”; “Tengo que darle una vuelta y ya te diré”; “Ahora no hay tiempo, pero nombraremos una comisión para estudiarlo”; “Prepárame un informe de impactos”; “Los de ‘arriba’ ahora no lo verían con buenos ojos”…
Ante situaciones inexplicables le surge la duda al profesional, estado en el que, salvo que su capacidad de observación y la frialdad analítica le vacunen contra la distorsión emocional, corre el riego de instalarse en la fantasía, que puede jugarle muy malas pasadas, y muy posiblemente se confunda o se pervierta, siendo incluso peor para él.
Reflexiones tales como las que siguen, ya sea en un trabajador o en un directivo, ponen en evidencia un problema grave en la estructura organizativa: ¿Por qué camino he de conducirme? Si insisto creo un problema. Si transijo no estoy cumpliendo mi papel. Si claudico no demuestro tener competencia ni coraje para hacer frente a mis responsabilidades. Si callo, peco por omisión. Si aguardo a mejores tiempos hago dejación de mis funciones. Y así un amplio etcétera de interrogantes en su horizonte profesional.
Conviene, por tanto, que direcciones y directivos, mandos y trabajadores revisen de vez en vez su contrato emocional y aprovechen para clarificar expectativas y responsabilidades. No están de moda las reuniones de puesta en común sobre tales tipos de cuestiones, más bien parecen una pérdida de tiempo –somos adultos, estamos en el mundo de los adultos y de los negocios-, pero el estado de las personas en las empresas parece que hoy va necesitando establecer algún tipo de terapia para recuperar un tono saludable, que no hay que dar por supuesto ni en situaciones de aparente normalidad.
A poco que uno rasca, observa, se interesa, pregunta y ausculta en el tórax de los profesionales se percibe que algo que debería funcionar no marcha como debiera. Me refiero a las relaciones humanas en el seno de las organizaciones.
Pregunten ustedes a conocidos, realicen su particular encuesta, aprovechen las reuniones de networking para sondear situaciones e inferir sus propias conclusiones. Contrástenlas a la menor ocasión. Formulen su pregunta en una ‘lanzadera’ social o recurran a encuesta fácil. Atrévanse con un estudio interno. Auditen y obtengan resultados. ¿Lo hacemos? Les ofrezco la pregunta del siglo en un box de texto libre de hasta 4.000 caracteres con espacios; más o menos una hoja de Word dependiendo de los márgenes de configuración.
_ ¿Me podría decir por qué le pagan en la empresa para la que trabaja?
Con frecuencia se descubren ocasiones en las que queda claro que las necesidades de unos y otros departamentos colisionan y se contrarrestan. De la tradicional lucha entre los departamentos de fabricación y ventas, hemos pasado a atomizar servicios y equipos, forzando la maquinaria productiva a base de individualizar objetivos corpusculares o individuales sin darnos cuenta de que poníamos a competir entre si a quienes antes conformaban un equipo unitario y autorregulado. Esto que digo ya sucedió antes en la industria española (estoy recordando la Ensidesa de los años 80) cuando se ‘evolucionó’ de primar el resultado de las cuadrillas de limpieza de las naves de colada y se individualizaron los emolumentos ligados a objetivos. El rendimiento disminuyó.
Cuando favorecer a unos es perjudicar a otros, el asunto se reduce a una simple cuestión de incompetencia que se traduce en un falla organizativa importante: la suboptimización, que, por seguir el criterio expuesto por Boston Consulting Group, es lo mismo que optimizar una parte (del proyecto –léase departamento-) en detrimento de la optimización del conjunto (léase la empresa).
Un hecho que sucede en organizaciones en las que los departamentos en vez de cooperar entre si compiten entre ellos, sobre la base de un malentendido sentido de la posesividad/exclusividad, olvidando que las actividades en las empresas son interdependientes y que siempre ha de primar el resultado global sobre los logros parciales.
Cuando de forma patente y manifiesta destacan individualidades sobre el conjunto, y aquellas son pocas, poquitas, o estamos frente a la genialidad –cuestión poco probable- o tenemos un foco de ineficiencia en la empresa.
No son casos aislados. Quizá, ocupados en otras ‘guerras prioritarias’, no se hable mucho de esto en el seno de las empresas, pero en los aledaños de la sociedad formal los profesionales se confiesan y expresan su malestar por no saber a qué atenerse: dimitir u optar por mantener una plácida convivencia con las direcciones de turno en espera de mejores tiempos (que no llegarán).
No en vano siempre pueden espetarle a uno aquella frase lapidaria incontestable: “No me traigas problemas, apórtame soluciones”. Frase aparentemente irrefutable, típica de quienes no escuchan, pues en realidad se están identificando las consecuencias de hechos que requieren corregirse y cuya manifestación bien puede poner sobre la pista de las soluciones.
Si una actividad no resulta crítica en la empresa, mejor será prescindir de ella; si se mantiene será porque alguna relevancia puede tener. Siendo así, un plan que no contemple el desarrollo de todas las áreas intervinientes nunca será completo. Cabe, incluso, que los gestores estén incurriendo en el ‘octavo pecado’ señalado por Michel Robert “No se identifican las cuestiones vitales”, o puede que no se hayan identificado las verdaderas cuestiones críticas y que se consideren banales cuestiones que pueden llegar a ser trascendentales, que es lo que suele suceder cuando se desatienden las áreas ‘blandas’ de las empresas, que es –como digo habitualmente- de las que se siguen las consecuencias más ‘duras’, pues hay cuestiones que ni se pueden comprar ni imponer. Me refiero a la lealtad, el compromiso, la credibilidad, la entrega… o como alguien dijo, ser capaces de obtener un rendimiento extraordinario con personas ordinarias.
Clarificar meridianamente a cada uno de los perceptores lo que espera a cambio del abono de la nómina es una práctica saludable que a todos beneficia y a cada cual le pone en su sitio.
Permanecer o no en el sitio es ya otra cuestión que no trataré aquí.
© jvillalba
[Hoy ‘Tolo’ se encuentra en la cumbre de nuestras mentes ¡Descanse en paz!]
La frase corresponde al gran alpinista y escalador Lionel Terray (1921- 1965).
¿Es inútil ascender a una montaña? ¿Tiene algún mérito exponer la vida en empresa tan arriesgada? Quizá el alpinismo sea una excusa para encontrarse con uno mismo, una manera de medirse, una forma de llegar a conocerse, de aprender de los propios límites… y de cultivarse para traspasarlos, una buena estrategia para regresar a la naturaleza y no olvidarnos nunca de nuestra condición y, desde ella, mejorarnos. El alpinismo enseña a ser buenas personas.
El alpinista es un hombre enfrentado a sí mismo, un corredor de fondo, alguien que sabe que depende, principalmente, de sí, pero un hombre gregario hermanado en la cordada, un elemento esencial en el equipo; no alguien más, sino él. La gente de la montaña lo sabe, la montaña de verdad enseña a descubrir la esencia del ser humano y el esfuerzo ayuda a comprender el verdadero valor de las cosas.
Cada sendero, cada ruta, cada ascensión, cada vía de escalada… son un camino para acercarse un paso más a la excelencia.
Un día divisas una cumbre, ves allí, en lontananza, una aguja afilada, el contorno de una montaña, su altura firme y magnífica erguida hacia lo alto… y ya no te la quitas de la cabeza, acaricias su recuerdo y no puedes más que convertirla en un proyecto, en tu personal aventura. Hay montañas que te atrapan con solo verlas, al intuirlas. Hay moles colosales que te magnetizan de tal forma que oyes su canto. Y tienes que ir a ellas para descubrir la verdad que te ofrece, desde su afilada cresta, el horizonte.
Las montañas susurran, pero sólo a quienes las escuchan. Representan un mundo y a parte, una experiencia iniciática en “el reino de la luz y del silencio” -que diría el también reputado Gastón Rebuffat-.
De la inscripción del templo de Apolo, al pié del Parnaso, tomó Sócrates (Siglo V aC) su principio de sabiduría: “Conócete a ti mismo”. Algunos creemos en este principio por influencia filosófica y por convicción psicológica, pero éste ha sido y sigue siendo una de las máximas del coaching, la piedra angular de la mejora personal accesible en el reino de la luz y el silencio. De la luz que procura el autoconocimiento cuando el silencio reinante te permite escucharte en puridad, sin ambages ni abalorios, hablar contigo y erigirte en un conquistador del valor más útil: tú.
«Te advierto quien quiera que fueres, ¡Oh! Tú que deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si tú ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras excelencias? En ti se halla oculto el tesoro de los tesoros. ¡Oh! Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al Universo y los Dioses». (Templo de Apolo, en Delphos)
Una conquista aparentemente inútil, que es la ironía que Lionell dedicó a quienes no lo entenderán jamás. Como sentenció George Mallory (1886-1924), nosotros vamos “porque están allí”.
© jvillalba
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