Semanas antes de incorporarme al trabajo he visto publicados numerosos artículos sobre el síndrome postvacacional (SPV), un conjunto de síntomas que, según algunos estudios, afecta a casi el 60% de la población trabajadora y que, en opinión de otros, tiene una prevalencia de hasta un 75% en España. Así, los articulistas reiteran los manojos de consejos y recomendaciones a la población afectada para paliar en lo posible los efectos negativos de este mal en nuestra salud, que es lo que importa.

Cansado un poco de escuchar, año tras año, la misma cantinela, me llego al trabajo y lo primero que encuentro es gente elaborando su particular duelo por la pérdida de su libertad o de su tiempo de ocio, así como una letanía de lamentos concurrentes, pretendidamente para  exorcizar este mal necesario que es el trabajo.

Si los medios nos alertaron del SPV y del pavor que a algunos les suscita la vuelta al ‘cole’, también lo hicieron sobre el aumento de la cifra de rupturas de pareja en la época estival. Ya saben a qué me refiero. ¿Pero qué de real y cuanto de ilusorio tienen todos aquellos datos? ¿Cómo vivimos? ¿Según nosotros, de conformidad con nuestra visión, o en relación a los acontecimientos que nos cuentan, dejándonos arrastrar por riadas de supuestas realidades?

Hacía muchos años que no me había tomado un mes seguido de vacaciones y éste no habría sido distinto si determinadas circunstancias familiares no me lo hubieran impuesto. Como resultado he aprendido dos cosas: la primera que debo invertir el orden de los factores: primero a la playa y luego a la montaña, y no al revés, pues esta fórmula resulta más ventajosa para equilibrar tu IMC (Índice de Masa Corporal); la segunda, que el año próximo lo repetiré. Un mes da de sí, permite crear un campo de fuerza y puedes realmente desconectar (fuera correos, adiós a la blackberry o al i-phone y hasta más ver), tienes tiempo para ti y para tu familia y puedes compartir y cultivar intereses, hay ocasión de hacer arreglos o de abordar cambios, puedes ‘hacer no hacer nada’, reflexionar, caminar, charlar… descansar, desintoxicarte. En fin, que te haces con una ocasión magnífica para rentabilizar el activo tiempo en el parqué del devenir diario.

Me llego al trabajo preguntándome si todo sigue igual, si nada ha cambiado… ¿Las mismas rutinas? ¿Los mismos compañeros? ¿Los mismos prejuicios…? ¡Pero bueno! ¿Es que yo no pinto nada? ¿Soy acaso un mero espectador? ¿Un trabajador en el patio de butacas?

No. Firmemente, creo que no. Soy parte activa, actuante; el protagonista de mis acontecimientos, mi realizador, el director de mis escenas. Soy alguien más que alguien, el sujeto de mis actos, quien decide por dónde y cómo debo o quiero conducirme y los ojos desde los que veo y recibo el mundo. Soy quien elige la perspectiva que adopta. ¿O no?

No quiere ello decir que proponga auto-engañarme o que deba obcecarme en ver lo que ni es ni puede ser. Significa, simplemente, que soy yo quien puede cambiar de perspectiva y pasar de ser espectador para convertirme en autor capaz de dirigir e interpretar su propio guión de vida, reconstructor, al fin, de su papel profesional.

Si cambio la mirada y miro hacia mí, quizá los cambios que quiero hacer, el futuro que pretendo lograr, también dependan, aunque fuera sólo en parte, de mi.

© jvillalba